lunes, 3 de diciembre de 2012

El Héroe, la Doncella y la Triada

A nadie en particular, y a cualquiera
Que se sienta identificado con esto.


 Prólogo

El rugido de la multitud casi podía ser apagado por la tormenta que se acercaba con cada segundo que pasaba. Antorchas, picas, espadas e incluso palos afilados se alzaban frente al gran edificio que hace poco había sido terminado: La Iglesia. Aunque Gork era una aldea pequeña, los fieles misioneros insistieron que era necesario levantar un templo de adoración, y mientras la mayoría de los aldeanos se mantenía alejados del lugar gracias a su temible aspecto, muchos otros, sacerdotes y nobles se acercaban desde distintos lugares en las cercanías con tal de poder orar en aquel lugar, pero la oposición de los aldeanos era obvia, y a la vez justificada.

Mientras los ricos y los bienaventurados vivían casi una vida de lujo bajo el techo de la Iglesia, bajo un módico precio cobrado por el Obisto Saint-Claire, los aldeanos de Gork lidiaban con el diluvio, que había comenzado ya hace dos meses, arruinando las cosechas y enfermando al ganado. Eran épocas oscuras para todos, menos para aquellos que disfrutaban del amparo del Señor.

Cuando la muchedumbre intentó derribar las puertas de la Iglesia, al tanto del rumor que había llegado hasta los oídos de los pobres, éstas fueron trabadas desde dentro, dejando a todo Gork a la merced de la tormenta.

-¡Abran la maldita puerta! – gritaba un anciano mientras sus pies descalzos chapoteaban en el lodo.

-¡Que venga el cerdo Obispo! – gritaba una señora en las mismas condiciones que el anciano.

Se corría el rumor de que dentro de la Iglesia, se estaban llevando a cabo rituales profanos, y partidarios o no de la injusta realidad que los azotaba, eso jamás podría permitirse, pues la resurrección del Maligno era algo que se había profetizado mucho tiempo atrás, y un rumor como ese, acusando a los Guardianes de la Luz de intentar devolverlo a la vida, era algo que jamás se toleraría. Cuando el mundo se enterara, miles caminarían para destruir por fin a la injusta Iglesia, que había creado su riqueza gracias al miedo del regreso del mal.

-¡No se escondan! ¡Sabemos que están allí! – gritaron los aldeanos cada vez más fuerte para que sus gritos se oyeran entremedio de la tormenta.

Desde lejos, apoyado en el tronco de un sauce, se encontraba un personaje encapuchado, observando calmadamente. Era lo que los aldeanos locales llamaban un Caminante, que era lo más cercano a un extranjero. No se les impedía estar en la aldea, pero tampoco se les permitía dormir dentro de las casas o comer de la misma comida. Eran bienvenidos, y a la vez no lo eran.

Cuando la tormenta había alcanzado su punto más alto, todos gritaban despavoridos mientras observaban como de las ventanas de la Iglesia salía un brillo carmesí tan fuerte como si el edificio entero se estuviera incendiando por dentro después de manchar de sangre los ventanales, pero aun frente a esta lúgubre escena, los aldeanos siguieron alentando los gritos, hasta que un sonido mucho más fuerte que sus voces o que los rayos se hizo presente: El sonar del pestillo de hierro que había bloqueado la entrada de la Iglesia se movía, y luego el rechinar de las inmensas puertas de madera dejaron salir aquella luz carmesí que casi cegó a todos.

Por el rabillo del ojo, algunos pudieron ver una silueta saliendo de la Iglesia a paso lento, casi moribundo, como si no le importara lo que le esperaba.

-¡El cerdo Obispo! – gritaron algunos.

-¡Expía tus pecados ahora, Apóstata! – gritaron otros, pero todos callaron cuando las puertas de la gran estructura se volvían a cerrar solas, dejándola totalmente bloqueado, justo antes a la salida del Obispo.

Los aldeanos de más adelante se acercaron un poco, con un silencio solemne, casi de ultratumba, y hasta la tormenta se había callado. El silencio era mortal, y el encapuchado que antes se había quedado lejano a aquel espectáculo, ahora se encaminaba casi inconcientemente hasta el umbral de la Iglesia.

El grito de una mujer rompió el silencio, y los murmuros comenzaron a inundar el ambiente. Allí estaba el Obispo, de pie, con su hábito blanco manchado en sangre, con el estómago abierto, casi arrancado de lo que parecía ser un mordisco.

El Obispo algo mormuraba dentro de su trance, con los ojos casi salidos de sus órbitas, inyectados en sangre, pero nadie se atrevió a acercarse, nadie excepto el Caminante, que subió velozmente los escalones  que llevaban hacia donde estaba el Obispo, justo en el momento en el que este se desplomaba en el suelo.

-No pudimos… - decía una y otra vez, ignorando al encapuchado.

-¿Qué ha pasado? – preguntó el extraño con una voz tan de ultratumba que hubiera levantado a los muertos si estos aun descansaran.

-No pudimos… ha vuelto – dijo el Obispo en un murmuro, aferrándose a su amuleto de tal manera que sus manos sangraban por la fuerza.

-¿Dónde está la hija del Conde? – preguntó el Caminante, y entonces el Obispo lo miró directamente a los ojos, como carcomiendo su alma con aquella mirada.

-ELLOS la tienen. El Maligno volverá gracias al sacrificio de su alma – fue lo último que dijo.



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